MAR


Late un corazón que no veo. Tiene ya nombre, y es azul, salado, infinito, inmensurable. Yo no le dibujo rostro, ni manos, ni ojos. Yo no le digo nada. Sólo esto.
Has transformado su cuerpo y lo haces bello, cada día más bello. Rompes tu silencio con tus movimientos y aprendes a contestar a mis manos que desde el exterior quieren decirte sólo esto.
Y pareces nada, y ya lo eres todo.
Estás al otro lado y te transformas cada día en espera, despertando lo que no soy, y mis latidos ya se unen a los tuyos, latimos al mismo son, puro ritmo, puro nervio.
Y me hallarás, sin duda, al otro lado. Y te enseñaré el mundo, el sol, la primavera, las sonrisas, ... y tú me enseñarás tus ojos, tus manos, tu rostro y me convertirás en lo que hoy soy sólo un poco.
No me escuchas. No me entenderías. Por eso, con sólo esto, es suficiente.

Cuando empiezas a bailar, miras el suelo. Asientas los pies. Y vuelas. Asciendes.

No sabíamos bailar ¿recuerdas?

Y ahora, llegó la hora de exhibirnos. Y me tiemblan las piernas. No sabes cuánto.

Pero, Raúl, jamás te soltaré.

¿ESTAS AHI?


El sol allí, tan alto, y me quema. La fruta. El olor a albahaca y menta de mi jardín. Las primeras horribles malditas marcas del bikini. Las primeras barbacoas. La cerveza y las tapitas después de trabajar, con Jorge, en el patio. Homer a mis pies. Organizar la salida del próximo fin de semana. Soñar con el viaje de agosto...

Pero lo días corren ante mí, tan deprisa que no logro alcanzar uno y detener el tiempo. Le pediría al verano uno solo de sus días, para colocarle unas tremendas esposas y no apearme de él hasta recuperar un calco de un día del verano del año pasado. Todos juntos. También solos los dos. En nuestra playa favorita, en Peratallada, en los chiringuitos de la feria, en Portaventura, en Croacia, en el portal, en la piscina de Sandra, en las cenas, en las esperas para comprar el pan de los bocadillos, en las barbacoas, en las interminables esperas porque alguien llegaba tarde, en los atardeceres, en los baños bajo ninguna luna y en la sospecha de una lejana tormenta, en la barca inundada de sonrisas .... ¿Puedo yo sola sentir todo eso? ¿Recordar todo eso?
Porque quiero que toques conmigo la guitarra, y que bailes un podium conmigo. Porque contigo quiero compartir libros y los regalos de las revistas. Porque quiero que, después de toda una vida, continúes diciendo barbaridades y reirme de ellas. Porque quiero seguir compartiendo tus locuras y los hinchables. Porque me gusta tu tranquilidad y cuanto me transmites. Porque me encanta compartir cañas contigo y probar de tu Martini, aunque no me guste.

¿Estás ahí? Tan solo te pregunto, ¿por qué yo ya no te veo?.






Lo que da de si una frase de Joaquín Sabina...


Quedan dos horas. Y aún tengo la maleta vacía, dos camisas sin planchar, la ropa interior amontanada, no ordenada por colores, el ipod sin ninguna canción de Chambao, y no encuentro el cargador del móvil. Cuando entré a comprarme el café con leche y el donut "especial de la semana" en el Dunkin ya sabía que no llegaría ... lo sabía. Esperando mi turno gesticulé, suspiré, tosí, pero no conseguí que la dependienta llenara aquella caja de seis en menos de cinco minutos. Al salir, con el donut en la boca, café con leche en mano, un taxi libre paró en el semáforo. Y las calles, por Dios, las calles para llegar a casa, para no variar cuando tienes mucha prisa, se retorcieron, se alargaron, una se dividió por 0,1 ... y entonces comprobé que ya era imposible llegar.
Me voy sin camisas y sin cargador y con una mancha enorme de chocolate blanco del dichoso donut en el vestido color pistacho que estrené esta mañana. Vuelve el mismo taxista y vuelvo a confiar en su maldita suerte. Que vuelve a ser maldita, aunque menos. Maldito camión. Maldito coche eléctrico. Maldita bici. Maldita pelota seguida de niños. Cuando intuyo la sombra de la estación ... PARE! ME BAJO AQUI! Y le doy veinte euros, no espero las escasas monedas de céntimo que me devuelve.
Corro pero que muy rápido, un perro me ladra y me da un susto que me desboca el corazón. Con la taquicardia agarrada al pecho llego al andén y suelto la maleta. Por fin. 1', 59", 58" ... marca el letrero colgado del techo.

Y me acuerdo de él. Desesperadamente me acuerdo de él. Me falta el aire, cuando me acuerdo de él. Me vuelven las taquicardias, multiplicadas, aglutinadas en un pedacito de pecho, cuando me acuerdo de él. Y me enamoro. Suspiro. Reviento.

Y busco el móvil. En un bolsillo y otro de la gabardina, pero lo localizo en el bolsillo exterior de la maleta. Pegado a la servilleta del "Dunkin". Dulce.

Le llamo ... 10", 9", 8" marca el letrero colgado del techo. Y un politono hortera me recuerda que estoy a punto de quedarme sin batería. Prometí no llamarle, no hacerme la pesada, pero me supera simplemente acordarme de él. Y cuando descuelga el teléfono, cuando pasarán más de tres meses antes de que le vuelva a ver, cuando las difíciles conexiones me impidan hablar con él durante semanas, apaga mi voz el silbido del tren. Que nos separa. Hasta mi vuelta.


Recuerdo la primera vez que visité una prisión. Como otras tantas veces me sentí perdida, pequeña, atacada de novedad y desconocimiento. En el locutorio hacía frío, mucho frío y tuve que esperar más de diez minutos mientras oía los altavoces repetir los nombres de mis clientes.

En el locutorio de Abogados sólo había una mesa arrinconada y una silla verde, raída y sucia. En la pared un único cuadro. Un hombre y una mujer abrazados, deseando convertirse en inseperables tras aquellas grandes pinceladas. No sé ni su autor ni su título pero siempre he pensado que era una metáfora de la libertad ... teniendo en cuenta mis escasos conocimientos sobre pintura, seguramente estaré equivocada ...pero a mi me cautivó así, dándole ese sentido; también cuando las miradas de P. se desviaban a ratos de mis palabras y susurraban recorriendo el contorno de la pareja de enamorados.
Cuando el locutorio de Abogados está ocupado por otro compañero solicito al funcionario de prisiones poder utilizar uno de los locutorios destinados a visitas de familiares. Estos locutorios, a pesar de ser independientes, están separados por paredes de cristal, hecho que permite que pueda ver las entradas y salidas de familiares, y sin yo pretenderlo mi imaginación se acelera, rompiendo rejas, techos y paredes. Imagino vidas. Tantas como presos. La paupérrima insonorización de los locutorios me permite escuchar, a pesar de que no quiera ... aunque a veces quiera.

El otro día tuve la oportunidad de estar en uno de esos locutorios. Justo en el de al lado había una mujer mayor vestida de traje azul marino. Bien y recién peinada. Con unas enormes gafas de pasta disimulaba unas enormes ojeras y unos enormes ojos azules que de tanto lamento se habían convertido en eternamente tristes; perdidos y desenfocados viendo a su hijo al otro lado del lado del cristal.
La comunicación en esos locutorios es difícil, a través de una especie de interfono que en la mayoría de las ocasiones falla y hace que tengamos que gritarnos, como si en vez de hablar estuviéramos discutiendo. La mujer gritaba, gritaba mucho y se resitía a entender que su hijo pudiera estar allí encerrado, y allí ella ... sin ni tan siquiera poder tocarlo. Ella no escuchaba cuanto le decía su hijo. Le gritaba que comiera, que estaba muy delgado. ¿Y las medicinas? ¿Te las sigues tomando? ¿La metadona te sigue sentando tan mal? y, ¡aféitate! ¡aféitate! Si tu padre te viera.... La niña mejor que no venga a verte ... es demasiado pequeña.


A través del cristal, gritándose historias, madres, hijos, novias, un cuadro de enamorados, todo viejo, mucho frío, ruidos de rejas, que se abren y se cierran, ...donde la libertad tiene más significado que en ningún otro sitio.

PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII ¡FALTA!


¿A qué huelen los Juzgados?. ¿A qué huelen los expedientes que se amontonan, como olvidados, en la mesa del funcionario encargado de la tramitación de los juicios de faltas?. ¿A qué huele el hombre que, extraordinariamente alterado, reproduce una discusión con el vecino?. ¿A qué huele el agente judicial que intenta calmar al hombre incendiado?. ¿A qué huele cuando el agente se da por vencido y concluye, cuando da un repaso a su experiencia, que es misión inútil calmar al hombre?. ¿A qué huele todo ese ambiente?.

Huele a crispación, a odio, a arrebato, a rencor sostenido en el mismo límite de las entrañas, a olvido de la palabra "perdón", a tener en la flor de la piel tatuada la palabra "ofensa" ... a mucho tiempo libre.

Pero el hombre quiere poner denuncia y el funcionario está obligado a recogérsela. Y aparta el montón de expedientes que llevan más de dos semanas parados. De un extremo de la mesa, a la estantería que tiene detrás. Y de la estantería, a hacer equilibrios encima de la impresora. Y de encima de la impresora, a la mesa del compañero que está de vacaciones. Y de la mesa del compañero hoy vuelven, inalterados, a su mesa...tan dispuesto que estaba él a tramitarlos todos hoy, de una vez por todas...

Pero el hombre insiste en poner denuncia, y el funcionario está obligado a recogérsela.

Y el hombre explica muy rápido que ha llegado a casa, ... y el vecino, que le ha mirado muy mal, le ha rozado con la caja de herramientas ..."Un poco más despacio, que tengo que recoger exactamente sus palabras ..." - suelta el funcionario, contenido, reprimido, muerto de ira intuyendo lo absurdo de la denuncia...

Pues eso, que me ha rozado con la caja de herramientas y me ha mirado desafiante...y claro, he tenido que defenderme ...y le he dicho que a mí no me tiene que mirar así... y él me ha levantado la mano, con la intención de agredirme...y entonces le he dicho ... aquí le traigo el informe médico ... "Informe médico ...¿de qué? ¿de una rozadura?" - mastica y engulle el funcionario ...."Y en aras a acreditar cuanto se ha expuesto, el denunciante aporta informe médico expedido en el día de la fecha" - teclea el funcionario. "¿Y nada más?".
Bueno - vuelve a empezar - es que esto viene ya de lejos, sabe usté, de una vez que acusaron a mi hijo de robar una moto vieja que mi vecino tenía ... ya sabe, cosa de chiquillos ... y - acaba - de que dicen que su mujer bebe los vientos por mí.

El funcionario imprime la denuncia. Se la da al hombre para que la lea y, si está de acuerdo, que la firme. El hombre pregunta si tardará mucho en salir el juicio. El funcionario constesta que ya le avisarán para ir al médico forense y que luego recibiría la citación para juicio; unos dos meses, como mucho.

Y el funcionario abre nueva carpeta, acompaña la denuncia e incoa el oportuno expediente. Suspira cansado, y lo coloca debajo del montón de expedientes que tiene por tramitar.

Y mientras, el hombre cruza el Juzgado, con la cabeza bien alta ... por fin se va a hacer Justicia.

EL HOMBRE DE LAS PEQUEÑAS COSAS

Había una vez ... en este mundo de las grandes cosas ... en un tiempo que se asoma cercano y lejano a la vez ... un hombre que se enamoraba perdidamente de las pequeñas cosas. Sólo uno. Sólo él.

El café en taza pequeña. Solo. Sin azúcar. Poco café. Justo, justito, un par de dedos. Crema. Siempre con un poco de crema; que al zarandear lentamente la inmaculada tacita blanca se deposite la perfumada crema en sus laterales, sin desprenderse, allí reposada. Después se saborea el café; y se acaba viendo aún los restos aromáticos de crema en el fondo; no hay que olvidar la compañía, siempre la única y mejor compañía. El hombre de las pequeñas cosas siempre escogía su mejor compañía.

Las mañanas le olían, al hombre de las pequeñas cosas, a la salada brisa del mar; le sonaban al pasar de las gaviotas sobre su privilegiado torreón asomado a la ciudad; y acompañaba sus mañanas, en un instante escogido a medias con ella, con el aroma de un buen café. Solo. Poco café. Justito un par de dedos. Allí adonde fuera, cuando salía de su ciudad, buscaba el sitio idóneo para compartir un café, en taza pequeña, con ella. Cogida de su brazo, ella, siempre ella. Él no necesitaba más. Y ella afirma que tampoco; nada más que su brazo. El tacto de su brazo. Hoy, ya perdido, ... y llora, escondida en el recuerdo de sus manos.

Y ese café sencillo, en el fondo, era uno de los reflejos del hombre de las pequeñas cosas, porque con él se aseguraba la felicidad en ese mismo instante, sin pedir ni necesitar nada más. Los dos, sentados, juntos, en la cafetería, leyendo un periódico, acariciándose discretamente, amándose resguardados de todos y del pasar de los días. El hombre de las pequeñas cosas recordaba los cafés que había disfrutado en paradores, junto a ella, muchos años atrás, felices los dos esperando el futuro venir.


Ese hombre aborda este relato, lo invade sin que pueda controlar las letras, porque en estos días agota todos mis pensamientos y las lágrimas anudadas en la garganta, y no puedo parar de recordar como atravesó prácticamente quince años de mi vida, enseñándome a amar tantas pequeñas cosas; porque, decía, nos dan la felicidad; nos deleitan, y entonces ya no queremos nada más. ¿Para qué algo más? Si con ellas lo atrapas todo. Lo tienes todo.
Y entonces ... sus ojos eran incapaces de decir otra cosa. Hoy, sus ojos en las fotografías, son incapaces de decirme otra cosa.