EL HOMBRE DE LAS PEQUEÑAS COSAS

Había una vez ... en este mundo de las grandes cosas ... en un tiempo que se asoma cercano y lejano a la vez ... un hombre que se enamoraba perdidamente de las pequeñas cosas. Sólo uno. Sólo él.

El café en taza pequeña. Solo. Sin azúcar. Poco café. Justo, justito, un par de dedos. Crema. Siempre con un poco de crema; que al zarandear lentamente la inmaculada tacita blanca se deposite la perfumada crema en sus laterales, sin desprenderse, allí reposada. Después se saborea el café; y se acaba viendo aún los restos aromáticos de crema en el fondo; no hay que olvidar la compañía, siempre la única y mejor compañía. El hombre de las pequeñas cosas siempre escogía su mejor compañía.

Las mañanas le olían, al hombre de las pequeñas cosas, a la salada brisa del mar; le sonaban al pasar de las gaviotas sobre su privilegiado torreón asomado a la ciudad; y acompañaba sus mañanas, en un instante escogido a medias con ella, con el aroma de un buen café. Solo. Poco café. Justito un par de dedos. Allí adonde fuera, cuando salía de su ciudad, buscaba el sitio idóneo para compartir un café, en taza pequeña, con ella. Cogida de su brazo, ella, siempre ella. Él no necesitaba más. Y ella afirma que tampoco; nada más que su brazo. El tacto de su brazo. Hoy, ya perdido, ... y llora, escondida en el recuerdo de sus manos.

Y ese café sencillo, en el fondo, era uno de los reflejos del hombre de las pequeñas cosas, porque con él se aseguraba la felicidad en ese mismo instante, sin pedir ni necesitar nada más. Los dos, sentados, juntos, en la cafetería, leyendo un periódico, acariciándose discretamente, amándose resguardados de todos y del pasar de los días. El hombre de las pequeñas cosas recordaba los cafés que había disfrutado en paradores, junto a ella, muchos años atrás, felices los dos esperando el futuro venir.


Ese hombre aborda este relato, lo invade sin que pueda controlar las letras, porque en estos días agota todos mis pensamientos y las lágrimas anudadas en la garganta, y no puedo parar de recordar como atravesó prácticamente quince años de mi vida, enseñándome a amar tantas pequeñas cosas; porque, decía, nos dan la felicidad; nos deleitan, y entonces ya no queremos nada más. ¿Para qué algo más? Si con ellas lo atrapas todo. Lo tienes todo.
Y entonces ... sus ojos eran incapaces de decir otra cosa. Hoy, sus ojos en las fotografías, son incapaces de decirme otra cosa.



MI ADIOS

Techos altos, muy altos ... y un pasillo. Camina despacio arrastrando cada paso, como copian José Antonio, Javier y Juanje. Los brazos reposan, caídos, y habla y habla, de lejos, sin que Mari entienda nada. Le busco de repente ... pero en este instante no le encuentro. Tampoco al siguiente instante. Ni tampoco mañana.

Volábamos alto, muy alto, Jorge y yo. Por encima de las nubes. Por encima de todos. Por encima de Juan. Volábamos rápido, muy rápido, Jorge y yo, desde otro país. Más rápido que nadie, seguro. Pero Juan fue más rápido, demasiado rapido, y nos venció. Y se colocó muy alto, por encima de nosotros.

Conscientes, aturdidos, desencajados, cansados, impotentes, queriéndonos, dormidos, abrazados, tristes...tan tristes... llegamos al hospital, y en él no quedaba ya consuelo ni verdes esperanzas, sólo infintos lamentos que clavaron nuestros pies aún más en el suelo, fijos, casi enterrados.

Y nos dijeron que Juan nos adelantó en el cielo, a Jorge y a mí, sin que nos diéramos cuenta. Y nos dijeron que se hizo paso entre las nubes, acariciando el avión, ... y no nos dimos cuenta. Se colocó por encima de nosotros, y allí colgado, etéreo, sonrió en silencio, un poco más tarde, al vernos a todos juntos, y lloró, como todo y buen sentimental, al ver a su Mari rota de pena, de tanto llorar. Y lloró también al escuchar, esa tarde, palabras nuevas de Jorge, el hijo que lamentaba no haber dicho a su padre cuánto le quería. Y entonces sé que Juan descendió y bailó emocionado a su alrededor cuando su hijo decidió regalarle palabras a gritos, aferrado a su mano, necesitado de su mano y de su compañía, ya por todas las mañanas que amanecerían. Y Juan se fue, a las 21.18 horas del pasado 1 de septiembre, sin parar de bailar, contemplando como Jorge restaba incrédulo, al borde de aquella camilla, preguntándose porqué no había visto a su padre pasar, si él volaba ... volaba, más rápido y más alto que nadie.


Papá, se que cuidarás de él ... y de todos nosotros.