EL HABITANTE
Las persianas permanecen cerradas. Ni suben hoy, ni bajarán mañana. No veo la luz que debe iluminar el interior.
Con toda seguridad su habitante me mira desde no adivino qué lugar, disfrazado de una palidez extrema y buscando en su oscuridad, junto a mi imagen, el olor a menta fresca que desprende su jardín. Dejo atrás aquella casa. Hasta mañana.
Me gusta que el sol de los viernes me acompañe en el trayecto. De repente la gran sombra que reposa ante mi vuelve a imantar mi curiosidad.
El habitante intuirá que me encuentro nuevamente y como cada día allí. Y las ranuras de la persiana le atraerán hasta mi mirada. Entablamos nuestra primera conversación cuando distingo por primera vez perfectamente su silueta enjutada, enlutada y lenta tras la persiana sin cristales: no puedo ridiculizar mi presencia ocultándome tras el muro y, en un vaivén de cabeza. le arrojo un saludo afónico; él lo ha recogido, y me contesta alzando los cinco dedos de la mano. Hasta luego.
Luego es un atardecer colorado en el cielo y la casa ya ha perdido su sombra. Huele a flores y a humedad del riego. Me lanzo furtiva tras una mirada y vuelvo para mirar al frente. No acierto, porque me ha descubierto. Ante los grandes escalones de la entrada aspira y expira el habitante, cosido a un entramado de tubos y a una botella de oxígeno que le retrasa los pasos. Vuelve a levantar los cinco dedos de la mano. Hasta el lunes.
Y el lunes me prometo no mirar, pero mi curiosidad rompe el proyecto. La casa huele a mañana y en ella juegan divertidas ráfagas de aire. Hasta luego. Hasta mañana .... Hasta el lunes.
Mañana no tiene sol. Y la casa ya no tiene sombra. Las persianas bajadas y sin ranuras son las que dialogan con mi descaro. Y ya no huele la menta. Luego, todo permanece aún cerrado. Y en el portal, mañana, ya no escucharé al habitante. La casa envejece abandonada. El habitante, con seguridad, vuela libre de toda soledad por siempre jamás.